La desafección política no es un fenómeno nuevo, pero su magnitud actual es alarmante. Hay, cada vez, más ciudadanos que sienten que su voz no tiene impacto en el sistema político, lo que lleva a un distanciamiento progresivo de los procesos democráticos. Sobre esto mismo hay incluso estudios que demuestran que así es. Y todo esto no dejaría de ser sería anecdótico si no fuera porque en la actualidad vivimos bajo el maquillaje de regímenes democráticos.
Ese camino hacia el autoritarismo que han tomado muchos países, incluido el nuestro, se fabrican desde una apariencia de legitimidad y, además, aprovechan la desconexión de la opinión pública y la pasividad de la ciudadanía para salvar cualquier obstáculo democrático que se interponga en el camino. Frente a este proceso de descomposición democrático han surgido partidos de corte populista que apelan, en nombre de una agenda ideológica radical, a adoptar medidas urgentes para evitar que se sigan socavando los principios democráticos, pero, lamentablemente, lo enfocan bajo el prisma de un nuevo autoritarismo.
En el caso de España, el auge de los partidos populistas de derechas aún no ha dado muestra de plantear como alternativa un autoritarismo frente a otro autoritarismo. Más bien todo lo contrario. Paradójicamente han sido los partidos de izquierda y de extrema izquierda los que se han instalado en una ideología radical sustentada en un populismo autoritario. El gobierno social-comunista de Pedro Sánchez ha optado por una retórica de exclusión del adversario político que alimenta la polarización hasta límites impensables hace solo unos años. La participación en su gobierno de partidos independistas, nacionalistas, filoterroristas y la alianza de la extrema izquierda no solamente pone en riesgo la cohesión territorial y fiscal, sino que, además, amenaza con desmantelar los pilares fundamentales del Estado de Derecho.
En este este sentido, la gestión del “conflicto” en Cataluña ha sido particularmente alarmante frente a las demandas separatistas en términos de la unidad nacional y solidaridad fiscal. Además, hay una clara tentativa por controlar el sistema judicial y limitar la libertad de prensa; todas ellas prácticas muy claras de ese movimiento autoritario bajo la apariencia de la legitimidad.
Es cierto que la presunta corrupción gubernamental que alcanza incluso a su núcleo familiar puede poner en riesgo la continuidad de su gobierno. Pero en frente hay una oposición flácida, con un discurso que no despierta interés en esa ciudadanía que se halla, desde hace algún tiempo, en las latitudes de la desafección política y en los márgenes de la desinformación. La oposición debería plantear, por lo tanto y de manera urgente, argumentarios que ilusionen, pero sobre todo que despierten a la sociedad del estado lisérgico en el que se viven. Y esto, mucho me temo que no va a suceder pronto.