Hace no mucho las corrientes de pensamiento crítico, el criterio objetivo de los llamados intelectuales y, en definitiva, el discernimiento propio eran los exponentes que sostenían una base autónoma e independiente de los excesos de cualquier ideología. Hoy en día ya no se cuestiona casi nada y, a menudo, se menosprecia cualquier juicio de valor que se enfrente a la hegemonía de la nueva "realidad”.
La mayoría de las universidades son el epicentro de iniciativas ideológicas contaminadas. Los intelectuales se "precipitan" en cuestiones analíticas y terminan siendo denostados, y las ágoras de debate han sido sustituidas por el impulso de argumentos viciados en las redes sociales.
Confieso que escribo estas líneas embargado de una profunda nostalgia, recordando con gran dolor otras épocas no tan lejanas en las que el debate propiciaba el enriquecimiento y, sobre todo, el respeto y la aceptación de ideas antagónicas con las que se contribuía a fomentar el diálogo desde la diversidad de enfoques.
En función de estas circunstancias es muy difícil plantear un relato alternativo (y ofrecer datos objetivos), o simplemente contrarrestar la arbitrariedad de una caterva de dogmáticos y/o déspotas que mantiene su estatus ideológico a golpe de X. Y todo esto, cómo no, con la “inestimable colaboración” de los medios y las redes sociales convertidos en meras correas de transmisión de consignas, donde la simplificación, la distorsión de los argumentos y la descalificación personal campan a sus anchas.
Desgraciadamente, hay una incapacidad manifiesta de contrastar y cuestionar el discurso oficial sin que a uno no le coloquen ipso facto la etiqueta de fascista, negacionista o retrógrado, según convenga. Y esto en el mejor de los casos, porque hay otras alternativas que, rigurosamente, aplican la cultura de la cancelación como artefacto inhibidor. No sabría decir con la debida exactitud cuántos años hemos retrocedido en el tiempo, pero a tenor de las practicas “inquisitoriales” y el obligado conformismo intelectual, mucho me temo que habría que contarlo por décadas.
Navegamos, pues, por aguas oscuras que nos llevan hacía la geografía de la marginalidad; un territorio peligroso donde la inmediatez y la superficialidad de la narrativa dominante se imponen al intercambio del análisis crítico por el simple hecho de serlo; y donde el cacareo de la agenda política de turno impide tomar el timón hacia otras latitudes más saludables para la democracia y, por supuesto, para la restauración de un pensamiento libre y reflexivo.